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domingo, 30 de noviembre de 2008

Que Dios bendiga esta crisis

Hemos ido de ida por la vida sin darnos cuenta que nos alejábamos peligrosamente de nosotros mismos. Esta crisis es una feliz oportunidad para regresar a lo que es de veras esencial: nuestra propia humanidad.
Como una glaciación que congeló la expansión desordenada llegó, en la década de los años 30, la recesión de la economía mundial En nuestros días el crecimiento artificial, jalonado por la invasividad de la competencia y de la guerra, se congela de nuevo, como diciéndonos que la contracción es sólo aquello que sucede a la expansión. En las crisis despertamos, de las emergencias, emergemos. Si no nos resistimos al cambio podemos en verdad crecer.


Y ¿Qué tal si no nos resistimos a contraernos? Tal vez así la crisis podría convertirse en una preciosa oportunidad para regresar a nosotros mismos y, a través de este ocaso, reconocer la belleza de nuestra noche interna. Estamos a tiempo para concebirnos de nuevo. Para reinventarnos. En esta contracción puede suceder lo que de veras vale para ser: una expansión interior, un encender el corazón, para que la tierra sea hogar y hoguera.

¿Regresamos?
Si….de una vez por todas, sin resistencias, regresemos. Si después de cada expansión el corazón no se pudiera contraer, no sería posible nuestra vida. Si en la matriz del caos no se gestara el nuevo orden, la evolución no sería posible. Sin un camino de retorno la vida pierde su sentido. Regresar por los caminos recorridos, para encontrar adentro el lugar donde un día nos perdimos, es ahora necesario. Escuchemos la voz de la necesidad, para reconocer que no hay cosecha sin semilla.

Perdimos el contacto con lo esencial cuando confundimos ser y tener, vivir y consumir, existir y cosechar. Perdimos la conciencia de la esencia cuando convertimos la existencia en una estrategia para crecer cuantitativamente. Perdimos el rumbo cuando nuestro intelecto se alejó de nuestro centro y, así, sin corazón, nuestro crecimiento fue tan externo como peligroso. La macroeconomía iba muy bien, claro está, la apariencia era fantástica, pero no había un soporte interior, y como un castillo de naipes, una tras otro fueron cayendo las aparentemente invulnerables fortalezas. Porque no tenían corazón.

El corazón de la vida se expande y se contrae. Las expansiones indefinidas no son posibles, pues la misma vida se renueva por la muerte, y el devenir evolutivo hace que todos los caminos conduzcan de nuevo hasta nosotros mismos. En todo caso, más tarde o más temprano, regresamos sobre nuestros propios pasos. Cada paso es una huella, un surco en la tierra de la vida, donde sembramos las semillas de nuestras acciones. Y un día regresamos, para constatar que la calidad de la cosecha es el resultado de la siembra.

Y ¿Qué hemos sembrado? La ilusión de una libertad sin responsabilidad. El espejismo de la exclusividad. La confusa idea de ser para tener, que nos ha llevado a la ilusión de creer que es esencia la apariencia. Sembramos ya no el Dios universal del amor sino un pequeño Dios, a imagen y semejanza de nuestros pequeños intereses. Hemos sembrado la semilla de la competencia y nos hemos perdido la cosecha humana del compartir. Hemos sembrado la semilla de la posesividad y nos hemos perdido la cosecha de la fraternidad. Sembramos para saciar nuestros sentidos y cosechamos el vacío del sentido. Hemos sembrado la esperanza en los valores de la bolsa mientras se desvalorizaban las acciones de nuestra propia humanidad. Invertimos en seguros de vida que sólo nos podían asegurar la muerte.

Lo esencial no es el fruto de nuestras acciones, lo verdaderamente sustancial son las semillas. Lo esencial no es producir, ni cosechar, ni mucho menos consumir. Lo esencial, esa siembra verdadera que determina la calidad de nuestras cosechas, es lo que damos de todo corazón. En ello nos jugamos la felicidad.

Una cultura es un cultivo, y para cultivar la nueva tierra, hemos de cultivar nuestra propia tierra, la de nuestro cuerpo, la de nuestra energía. Hemos de cultivar la tierra de nuestras relaciones humanas, pues de ella nace toda economía. Hemos de cultivar la tierra de todas nuestras religiones para que todas sean religiones del amor y el amor sea nuestra verdadera religión.

Cuando, alrededor de sus cuarenta años de vida, las águilas maduras no pueden utilizar ya ni su pico ni sus garras retorcidas, destruyen el pico envejecido golpeándolo contra las rocas. Después de un largo ayuno crece un nuevo pico con el que se arrancan de raíz las plumas viejas y las inservibles garras. Con su equipaje renovado las águilas emprenden el vuelo de una nueva vida. ¿Qué tal si renunciáramos a nuestra desmedida ambición que es como la avidez envejecida del pico y de las garras? Es tiempo de emprender el vuelo del alma humana para contemplar la unidad del plan del que somos parte. Es el tiempo de revisar la economía, pero no sólo la de las relaciones entre los gobiernos y la banca, sino también nuestra economía cotidiana, para renunciar, para saber perder sin perdernos, para desechar, también nosotros todos, la ilusión neoliberal de una expansión ilimitada.

Restauremos la economía dando nueva vida a las cosas humildes y sencillas. Barrer, escarbar la tierra, recoger las hojas secas, garrapatear de nuevo el poema que había matado nuestra prisa. Mirarnos a los ojos sin temor. Cultivar en presente la confianza, para que en el horizonte de la vida se dibuje un nuevo amanecer. Cuando a nuestra vida vuelva la humildad sencilla de ser lo que somos, seguro habrá más tiempo, tendremos tiempo, seremos tiempo. Seremos cultores de la nueva tierra y no simplemente cultos. No temamos, no nos caeremos de nosotros. A lo mejor toquemos fondo, pero no hay nada más peligroso que las olas superficiales, cuando no tenemos el ancla del ser en el fondo de nosotros. Más allá de la incertidumbre, en el reino de las profundidades, el tener se disuelve en el propio ser, y ya nada se puede perder.

Caen las acciones. Ascienden sin un segundo de retraso las mareas y el reloj cósmico marca nuestro tránsito por la constelación de Acuario. No se quedó la tierra en Piscis. Caen por enésima vez los indicadores de la bolsa de valores, pero aún la savia asciende en busca de la luz. Se alteran los ciclos de la economía pero la tierra gira sobre si misma cada veinticuatro horas, y alrededor del sol, justamente en los trescientos sesenta cinco días del reloj solar. ¿Vemos oscuro el porvenir

y queremos refugiarnos en el pasado? Entonces, hay una solución posible. Disolvernos en esa naturaleza que es la nuestra. Revolvernos. Resolvernos, para que comience el presente, ese tiempo interior indelegable en que podemos ser como nosotros. Y regresar a la madre, a la tierra, al surco, a la luz interior de nuestro recóndito fuego. Encontrar la belleza sencilla de lo esencial.

Revelar de la apariencia su vanidad sin sustancia y sin sentido. Tal vez en esta crisis de sentido podamos cambiar de dirección, para volver por el camino de nosotros mismos. Se puede ganar perdiendo. Se puede perder ganando. Cuando no nos resistimos a perder el lastre del no ser, revelamos la siempre alegra y sencilla la levedad del ser. Cuando la cosecha nos hace olvidar de las semillas perdemos la magia del sembrador. Si la abundancia nos hace olvidar que el dar es nuestra siembra, esa abundancia sólo será el primer paso a la miseria.

Que Dios bendiga esta crisis. Que en el surco de nuestra tierra herida sembremos ahora las

mejores semillas. Las de la tolerancia y la flexibilidad. Las de la humildad y la de la sencillez. Y, sobre todo, la semilla de la autenticidad, para que seamos lo que somos de verdad, y nuestra economía, nuestras relaciones y nuestra vida no estén, ya nunca más, soportadas en la mentira.


Jorge Carvajal